Tradicionalmente, cada 2 de febrero acudimos, aunque no sea domingo, a las iglesias para bendecir las velas o candelas y llevarlas como un sacramental para nuestras casas. También durante la Cincuentena Pascual encendemos en todas las celebraciones el Cirio Pascual y, en otros muchos momentos, damos un lugar expresivo al simbolismo de la luz. En la civilización de la luz artificial ¿sigue teniendo sentido la luz de unas velas o unas lámparas?
Si fuera sólo por una finalidad utilitaria, posiblemente no. Pero evidentemente la luz en la liturgia tiene una eficacia pedagógica distinta: el simbolismo expresivo de algo o de alguien que consideramos importante en nuestra celebración. Como, por otra parte, sucede con frecuencia en nuestra vida. ¿Por qué adornamos con unos candelabros, más o menos bonitos, una mesa festiva de bodas, si ya en la habitación hay luz abundante? ¿No podrían en Lourdes iluminar la gran plaza con potentes focos? Sí, pero entonces se perdería el hermoso simbolismo de la procesión de antorchas. No necesita muchas explicaciones en esta vigilia el simbolismo de la luz. Es evidente su intención, que no se queda sólo en una "información", sino que contagia y engloba a los creyentes, comunicándoles con su fuerza expresiva el entusiasmo del misterio celebrado: "la noche iluminada... ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la alegría a los tristes...".
No es el único momento, a lo largo del Año Cristiano, en que la luz aparece como una categoría simbólica para expresar y celebrar el Misterio de Cristo: la fiesta de Navidad y la de la Epifanía (6 de enero) cantan la aparición de Cristo Mesías bajo esta imagen de la Luz. También en la Presentación del Señor en el Templo, el 2 de febrero, la popular fiesta de la Candelaria, tiene en las velas iluminadas un simbolismo evidente, el último eco de la Navidad, con clara alusión a las palabras proféticas del anciano Simeón, que afirmó que ese Niño iba a ser "luz para alumbrar a las naciones y gloria del pueblo de Israel".
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