Un año más, al comenzar la Cuaresma, oiremos y hablaremos de algunos conceptos que parecen ser más propios de este tiempo: ayuno, oración, penitencia… Uno de esos términos es el de la conversión. Hay a quien le puede sonar extraño. ¿Hay que convertirse? ¿En qué?
En una época como la nuestra, en la que parece que el paradigma del bienestar psicológico es la aceptación de uno mismo, parecería que esta llamada a la propia transformación es un alarido carpetovetónico, al que habría que oponer un: “¡Viva la autoestima! ¡Abajo la autocrítica!”. ¿No es, en realidad, el Evangelio, un canto sobre la acogida incondicional de Dios? ¿Por qué hay que convertirse, entonces?
En realidad convertirse es crecer. Es transformarse, para ir dejando que asome lo mucho que, en cada uno de nosotros, está esperando a emerger. Es dejar que el espíritu de Dios toque la propia vida y la ponga en marcha, porque hay muchos parajes que visitar, muchas historias que escribir, muchas heridas que atender.
Es curioso, porque a todos se nos pueden ocurrir muchas conversiones pendientes… en los demás. Algunos políticos podrían ser más honrados. Algunos deportistas, más humildes. Algunos curas, más evangélicos. Algunos periodistas, más veraces. Algunos amigos, más sinceros… Pero la pregunta que se nos invita a hacernos tiene que ver con cada uno de nosotros.
Se nos invita a mirarnos al espejo con honestidad. Para descubrir las posibilidades que laten en cada uno de nosotros, y a las que aún podemos dar salida. En realidad, una única cuestión está en juego: dejar a Dios ser más Señor de nuestra vida. Eso lo transforma todo.
Y esa conversión merece la pena. Para hacer del mundo, y de nuestras historias, un anticipo de lo que un día será pleno.
José Mª Rodríguez Olaizola S.J. Publicado en la revista “Vida Nueva”
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